Cual es la pregunta
Revista del IES Carlos 3 de Toledo
jueves, abril 28, 2005
viernes, abril 22, 2005
DONDE ESTÁ EL MANICOMIO
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Y muchas son las razones para no querer acordarme del dichosito lugar, ni de sus alrededores. Diré sólo que se halla en la llanura manchega estirado como las tardes de agosto y el color verdoso de las vides, y que la torre de su iglesia se planta en jarras en el centro de la ruta y resulta casi imposible no darse de bruces con ella. Tampoco quiero acordarme del hidalgo, que en Dios mal haya, pues por su culpa di con mis huesos en el manicomio de Toledo, conocido como el Nuncio. Tan aficionado me hallaba a una bella mozuela del susodicho lugar que acudía todas las tardes a su encuentro tres horas antes de la acordada con ella, las cuales pasaba en casa del malhadado hidalgo, pariente lejano del farmacéutico de mi aldea y aficionado a leer romances y libros de caballerías. Y no sólo leía el Romancero, ni se conformaba con engullir las historias de los Cifares, Amadises y Palmerines, sino que las decía de memorieta e imitaba a los caballeros en su habla y comportamiento. Pero esto no era lo peor, que si fuera con su pan se lo haya, sino su empeño en que yo las aprendiera con sus exactas e intrincadas razones. Y fue tal su ahínco en enseñarme y mi afición a las lecturas que muchas tardes me olvidé de Constanza, la cual, sabiendo mi paradero, venía a buscarme, al principio como mansa cordera; basilisco, después. Así, de tanto leer aquellos librejos y de escuchar al hidalgo, la moza me mandó al garete, lo que redundó en mi monomanía y en mis lecturas, y ello me aclaró que era verdad lo que contaban de aviesos gigantes, de malandrines sin sueño, de mancilladas doncellas y de injusticias miles que vengar. Y vi la extrema necesidad en la presente hora de caballeros que remediaran tantos entuertos y desaguisados.
Y di en la ocurrencia de recitar a mis vecinos con voz engolada aquellos atropellados razonamientos, de concederme a mí mismo nombres de héroes romanceriles o de caballerías, y en meterme en pleitos que emporcaban la justicia distributiva o se avenían al dedillo con la ley del embudo y, claro, la vecindad se alzó contra mí. Y no conforme con estas locuras, a principios de un otoño salí de mi aldea y me lancé al mundo con mi caballo para ejecutar el valor de mi brazo por donde el rocín y el vocabulario de mi fantasía guiasen el rumbo de mi ventura, pues seguro que aventuras no habrían de faltar, ni casos menesterosos de justicia, según el correr de estos desventurados tiempos. Y me encaminé hacia aquel lugar del que no quiero recordar ni su nombre, y hasta él llegué sin suceso alguno que merezca ser reseñado.
Y visité al hidalgo, al que encontré en el corralón de su casa con los ojos desencajados y llenos de cólera, el cabello todo alborotado, la del perrillo desnuda amenazando al cielo y a cuantos se atrevían a ponerse a su alcance. La causa del berrinche no era sino que su sobrina, el ama, el cura y tres de sus vecinos, que más tenían de socarrones que de discretos, habían dado con todos los caballerescos libros del hidalgo en el brillo del empedrado corral, y ardían hacinados en no chica pira cuando él los encontró.
Al verle en semejante situación, le ofrecí mi ayuda contra tan desaprensivos enemigos, “sean quienes fueren”, dije sacando una faca cabritera y cachicuerna. Y cuando estaba en esa actitud amenazante, unos membrudos brazos me atraparon y me redujeron sin yo poder obrar para defenderme; y, sin saber cómo, me sacaron al campo y me dejaron en descampado junto a mi caballo, y no falto de empellones y coscorrones, ni de pellizcos y alfilerazos. Y allí me llegó la noche, que pasé en claro intentando elegir un peregrino nombre de los leídos para nombrar a aquella que espera noticias de mis hazañas y devolverme, así, los favores de su gracia y hermosura. Y allí, y así, me sorprendió “la del alba”, y una carreta arrastrada por dos bueyes gobernados por un mozo de hasta veinticinco años, y flanqueada por dos peones de a caballo, según parecían los brutos en la distancia. Más presto que quien da un “adiós”, me enderecé al verlos, y subí al caballo y me coloqué en medio de la calzada diciendo a grandes voces, al tiempo que componía la estampa de mi armadura:
-¡Alto ahí, desangeladas criaturas! No oséis dar un paso adelante sin haber declarado antes quiénes sois, adónde vais y a quién o a quiénes servís. ¿Qué escondéis en esa carreta que, o yo me engaño, o lleváis prisionera a quien no va de su agrado?
-¡Apártese de delante, hombre de extraño pelaje, que tenemos priesa!
-¿Quién os manda? ¿A quién guardáis con tanto recelo en la misteriosa caja?
-Somos empleados del circo de Ángel Cristo, llevamos un fiero león y vamos a Zaragoza, donde actuaremos en la Pilarica. ¡Y basta de tanta plática, y sin necesidad!
-Pues digo que abráis los cajones esos, que no me fío de gente fementida como, sin duda, vosotros sois. Y si presto no la abrís, daros por muertos, que el rigor de mi brazo no ofrece otra alternativa a gente de vil condición. Y sin tiempo para reaccionar, arremetí contra el peón que a mi derecha montaba un mulo de alquiler, y lo arrojé al suelo vertiendo sangre por la boca; tal fue el empellón. Y con la lanza en el pecho del caído y mirando al boyero:
-Baja y abre la cajonera, que quiero comprobar vuestra palabra, y si es cierto luchar hasta vencer al león que decís que lleváis. Si mentís, llegó la vuestra por bellaco y mentidor.
-Mire, que sí es verdad, y la fiera lleva día y medio sin comer –dijo temeroso por la quimera que estaba dispuesto a afrontar si Dios no lo remediaba, por el peligro en que se hallaba su ensangrentado compañero y por la huida del tercero al trote de la otra mula. Déjenos seguir y no busque qué con la justicia.
-¡Abre los cajones, hombre-mujer!, que aquí está mi brazo para luchar y vencer.
Y como viere que no había sino hacer lo mandado, alzó la traviesa de la jaula subido en lo más alto de los varales de la carreta. Mas, como el león prefiriese desperezarse antes que atender a niñerías, le pedí que bajara y le azuzase con la pica; y aún, lejos de irritarse, se relamió la boca, restregóse contra un lateral de la jaula y se echó sobre el manto pajizo que para la ocasión estaba preparado. Y cuando yo mismo le hurgaba por enésima vez con la lanza sobre los lomos, se presentó el caballero fugitivo con el alguacil y dos hombres más de justicia y, enjaulándome, me llevaron al manicomio sin detenerse un punto, en donde he pasado los cuatro últimos años, hasta el mismo día de la muerte de Juan Pablo II. Y allí he visto a muchos que se dicen cuerdos, y a locos que no lo están tanto como dicen algunos de sus parientes. Pero no alcanzo a comprender algo de lo allí visto: lo que hacía D. Hortensio, el practicante. Por las mañanas, después de poner las inyecciones, se venía al patio con nosotros la media hora que pasábamos fuera de la jaula. Con unas palmadas nos llamaba y le hacíamos corro. Después, trazaba una raya bien larga en el suelo con una tiza , y mirándonos:
-A ver. ¿Quién quiere irse a casa, con su familia? Quien quiera, tiene que pasar debajo de esta raya –y tocaba la rayita con la punta del zapato. ¿La veis? Pues, hala, bien fácil.
Y los pobres locos se tiraban de cabeza, y se rascaban los chichones, y se reían, y todos querían pasar debajo de la tiza. Y se reían, y se descalabraban. D. Hortensio a veces iba con invitados, y todos se reían. ¡Cómo se reían mientras la sangre chorreaba por sus caras!
Gracias a Dios, he salido ya del manicomio, sin recomendación y sin cargos, que no todos pueden decir lo mismo. Eso sí, me han prohibido leer aquellos librejos. Que así haré. Pero esta mañana he encontrado a D. Hortensio riendo con sus amigotes en Zocodover y, la verdad, discúlpenme, no sé si estoy dentro o fuera del manicomio, que aquí en Toledo, ya digo, todos decimos el Nuncio.
Juan José Fernández Delgado